I
“Perdóname,
pero debo irme. Nunca estarás solo. Te quiero”
Con
estas palabras me dejó cuando murió, postrada en la cama. Una pequeña y tímida
sonrisa en los labios. Yo la miraba aunque no podía ver muy bien, debido a las
lágrimas que empañaban mis ojos. Recuerdo su silueta borrosa, estirada en la
cama. Y aquella sonrisa. Aquella pequeña sonrisa.
Me
llamo Maren y mi mujer se llamaba Myrta. Durante semana viví con el alma
pendida de un hilo, con el aliento contenido. Cuando murió mi vida dejó de
tener sentido y empecé a vivir sin vida. Deambulaba por todos los rincones
donde ella había estado, tocaba las cosas que ella había tocado, respiraba el
perfume que todavía permanecía en las sabanas y que muy lentamente empezaba a
difuminarse. Aquel olor que me hería cada vez que lo respiraba.
Me
sentía vacío y seco. Había dejado a mi hija con sus abuelos. Se llama Mary. No
soportaba el dolor de mirarla a los ojos y ver su mirada perdida, una mirada
que buscaba el amor de una madre que no estaba. Cuando me preguntaba cosas como
“¿Papá, en que estrella vive ahora mamá?” o “¿Pensará en nosotros ahora que
está allí arriba?” Yo me quedaba sin palabras, no podía contestar una mentira
en la que yo no creía.
Su
inocencia perdida, se incrustaba en mi pecho. Mi corazón pugnaba por salir de
la cárcel que eran mis costillas. Cuatro años y su infancia ya era un completo
desastre.
Un
día me dormí con un collar entre mis dedos, que ella acostumbraba a llevar
puesto. Aquella noche soñé. Cosas turbias, en color azul, blanco y negro. Soñé
con un recuerdo de mi mujer, pero no era un recuerdo normal, la escena si lo
era, ya que era tal y como la viví, mi mujer y mi hija jugando en el jardín de
casa, cerca de unas flores blancas y amarillas que tanto les gustaban a ambas.
Nunca me interesé por el nombre de aquellas flores que tanto agradaban a los
dos seres que más amaba.
En
el sueño pasaba algo que no pasó aquel día. Mi mujer se acercó a mí, sonriendo,
mirándome a los ojos, tierna y preciosa. Me dijo en un susurro: “Sonrie amor mio. El mar… recuerda… sonríe y
vive.” Me besó en la mejilla y desperté.
Lloré
y no pude volver a dormir en toda la noche. Aquel beso quemaba en mi mejilla
como si lo hubieran marcado con un hierro al rojo vivo.
La
noche siguiente me dormí casi instantáneamente. Estaba agotado. Soñé con Myrta.
Era una escena más antigua que la del anterior sueño. Ella reía en la playa,
desnuda y yo la dibujaba en un cuaderno. El mar jugaba con sus piernas enviándole
sus olas tibias y dulces.
El
sueño cambiaba el recuerdo de nuevo. Ella vino y se sentó a mi lado y me miró
con sus profundos ojos. “Aquí todavía
podemos estar juntos” En vez de sorprenderme, aquella afirmación me pareció
la cosa más normal y dulce del mundo.
Assentí
y la miré. Ella observaba el mar y sonreía, se giró y me dijo: “Maren, sonríe. El árbol… te quiero”.
Y desperté.
Aquella
vez me desperté tranquilo y desde hacía meses, relajado. Una idea me pasó fugaz
por la cabeza: soñando, podía estar con ella, dormido, ella vivía. Y nada
habría ocurrido.
Soñé
de nuevo con ella la siguiente noche, la encontré bajo aquel árbol viejo donde
cuando eramos jóvenes, marcamos nuestros nombres en la corteza. “Has venido” dijo, y sonrió. “Cada noche vendré a encontrarte. Siempre”
pensé.
II
Soñar
con ella se convirtió en una necesidad, cada noche me acostaba nervioso por
volver a aquel lugar onírico a encontrarme con ella. Intenté dormir durante el
día pero no funcionó y me tuve que resignar a la oscuridad del día. Comía lo
justo y necesario para no desmayarme de hambre y apenas salía de mi casa. No lo
necesitaba.
Descubrí
una pauta en los sueños, ella en cada sueño me nombraba una palabra que podía
significar un lugar o un objeto, que de alguna manera era una pista del
siguiente espacio donde nos encontraríamos, el recuerdo era tan solo el paisaje
y telón de nuestros sueños.
Mi
deseo de soñar constantemente con ella se tornaba una obsesión, me enfermaba y
me estaba volviendo loco, necesitaba soñar más a menudo con ella por lo que
conseguí una receta de una farmacia y empecé a tomar somníferos. De esta manera
soñaba más con ella y no me despertaba tanto.
Empecé
a olvidar que era vivir, apenas comía ni bebía nada, no me di cuenta de que
aquello era enfermizo y yo me estaba convirtiendo en un cadáver. Me pasaba casi
la totalidad de las horas del día durmiendo, cuando me despertaba, malhumorado,
tomaba una comida frugal, iba al lavabo y poco más.
En
una de estas veces que el somnífero ceso en su empeño y su efecto se disipó,
escuché que llamaban al teléfono. Eran los abuelos de mi hija, cogí el
teléfono. Me preguntaban que hacía, donde estaba y si pensaba hacerme cargo de
Mary. Yo les contesté que no estaba bien y que necesitaba estar solo. Silencio.
“Debo volver, Myrta me está esperando.
Adiós”. Y colgué.
El teléfono
volvió a sonar durante días y semanas, yo no lo descolgué más. Pronto dejaron
de llamar. No entendían que yo necesitaba ver a Myrta, que ella no se había
ido, que seguía allí. Quizá si consiguiera que Mary lo entendiera podría darle
unos somníferos, así podría ver a su madre. Volveríamos a estar los tres juntos.
Cuando
soñaba me sentía feliz, la tocaba, y la podía oler. Me sentía mucho más vivo
que cuando estaba despierto. Los recuerdos me hacían sentir vivo y con ganas de
seguir viviendo, pero solo para poder seguir soñando.
Un
día las cosas se complicaron. Todo empezó con la puerta de mi domicilio siendo
aporreada y unas voces que aullaban mi nombre. Eran los padres de Myrta y me
traían a mi hija. Me dijeron que no podían hacerse cargo de ella por ahora y me
amenazaron con denunciar mi conducta paterna a las autoridades si no me
responsabilizaba de ella. No quise escuchar y me puse algo agresivo, cogí a
Mary y cerré de un portazo en sus narices. No quise aceptar lo que decían, pero
tenían razón.
Por
entonces solo pensaba en como haría para cuidar de Mary y poder continuar
visitando a Myrta. Mi hija me observaba con ojos vidriosos, no quiero ni imaginar
la clase de hombre que su inocente mirada captaba, consumido, acabado. “¿Papá?” preguntó, “Papá, ¿por qué estás triste? ¿Ya no me quieres?”. Yo la respondí
que si la quería, “He estado triste pero
no te preocupes Mary”. Sus ojos se abnegaron de lágrimas. “Papá, ¿te irás tú también?” Un nudo me obstruía
la garganta y no pude responder, pero mi mente si lo hizo “No lo sé”.
Aquel
mismo día salimos al jardín de nuestra casa, donde solíamos jugar los tres.
Mary parecía divertirse pero sus ojos reflejaban tristeza. Y todo por mi culpa.
“Miraremos las estrellas esta noche,
¿vale papá? Y miraremos a mamá”
Aquella
noche acampamos en el jardín donde después de enseñarle algunas constelaciones
que me inventé, le leí su cuento favorito hasta que se durmió con una sonrisa
triste en los labios. Como si aquel pequeño rostro se hubiera olvidado de que músculos
usar para sonreír.
Tuve
que dejar las drogas somníferas, mi hija requería tiempo y yo vi que aquello me
llenaba, por lo que estaba dispuesto a darse-lo, aunque mi corazón pugnara por
seguir visitando a Myrta. Los remordimientos de abandonar a mi mujer por mi
hija pronto me asaltaron. Mary estaba siempre triste, incluso cuando reía a
carcajadas, su pena se camuflaba bajo su piel, y yo no sabía que hacer, yo no
lo llevaba mucho mejor.
Mary
dejó de hablar de su madre, aunque alguna noche la escuché susurrar, como si
hablara con alguien. Sus preguntas ya no eran sobre Myrta, me preguntaba si yo
dormiría para siempre y la dejaría sola como había hecho su madre y me iría al
cielo. Me miraba con aquellos ojos grandes y preciosos y me preguntaba: “Papá, no me dejes sola” Aquello me
llenaba de amor y de pena.
Aquella
noche dejé a mi hija dormir conmigo, preocupado por no volver a soñar con Myrta
empecé a darle vueltas en la cabeza. No sé si fueron los efectos secundarios de
tantas drogas, de no comer o me había vuelto loco, quizá fuera solo mi
desesperación, pero empecé a ver a mi mujer cuando no dormía. Alucinaciones y
delirios.
Me
inquieté y sentí miedo. ¿Los sueños se hacían realidad? Quizá todavía dormía y
no me había despertado. Pero recuerdo la primera vez que la vi despierto: Myrta
me miraba desde el pasillo, furiosa y me recriminó “¿Ya me has olvidado? Ya nunca vienes a verme.”
III
A partir
de entonces las coses se tornaron extrañas. Me costaba diferenciar realidad de
sueño. Incluso mi hija empezaba a parecerme irreal. Hablaba con ella y no me
escuchaba, parecía no verme. Mary veía a Myrta, jugaban juntas y reían.
Recuerdo sus risas, felices. Yo lloraba por no poder compartirlas. ¿Se me había
negado la posibilidad de soñar con mi mujer?
Las
veía a ambas por todas las partes de la casa, haciendo vida normal, mi hija ya
no me prestaba atención, apenas me veía. “Tú
estuviste igual hace apenas unos días, ni te acordabas de tu hija” pensé.
No podía culparla por querer a su madre.
Una
noche volvía soñar con Myrta. Como de
costumbre, era un recuerdo transformado. Era una noche antes de que ella
muriera, en el hospital. Ella me decía. “No
estarás solo, siempre estaremos juntos Maren, aunque no sea físicamente,
siempre estaremos juntos. Estaré a tu lado y te cogeré de la mano. No tengas
miedo, se fuerte, porque esta es nuestra verdad”.
No
recordaba aquellas palabras, que ahora sonaban tan fuertes, tan chocantes y con
tanto sentido. Lloré. El sueño cambiaba
el recuerdo, y era yo quien estaba estirado en la cama del hospital y ella me
hablaba. Era extraño porque ella lloraba. También pude ver en el pasillo a mi
hija Mary y a su abuela sentadas en unas sillas.
Me
desperté, o quizá solo me levanté de la cama, no sabría asegurarlo, me
encontraba en mi casa. Estaba solo, no había rastro de Mary. La busqué y grité
su nombre. Nada. La casa me devolvió mis gritos vacíos. La penumbra entraba por
las ventanas y la sordidez se apoderó de mí como una garra.
En
el suelo había una carta de defunción, debía de ser de mi mujer, no recordaba
haberla dejado allí, pero no me extrañaba que no le hubiera prestado atención
hasta entonces. La cogí y me la guardé.
Me
puse a hipar y lloré, no oculté mis llantos y pronto mi rostro estaba empapado
de lágrimas. Me sentía tan solo y abrumado. ¿Dónde estaba Myrta? Necesitaba
dormir y soñar con ella, necesitaba tocarla y respirar su aroma. ¿Y Mary? Quizá se había escapado de casa
asustada y se había perdido, sola y desamparada. Pasé mucho tiempo estirado en
el suelo hecho un ovillo hasta que perdí la noción del tiempo. Entonces soñé.
Fue
el sueño más extraño que había tenido hasta ahora, de hecho no puedo asegurar
que fuera un sueño. Me ayudó a comprender porque estaba teniendo estas
alucinaciones, sueños o delirios, no sabía cómo definir aquello.
Volvía
a ser un recuerdo aunque muy modificado de como creía que era. Era el
laboratorio de mi mujer y discutíamos sobre un nuevo descubrimiento que ella había
hecho. Era una píldora que dejaba la mente suspendida tras la muerte. Para
explicarlo de otra manera, uno vagaba por la inmensidad del universo, cuando ya
había muerto. Su mente se perdía en el espacio y el tiempo sin control, por lo
que realmente no moría, solo se marchitaba su cuerpo. Yo consideraba aquello un
gran riesgo, ya que aquella persona podía estar eternamente flotando en una
especie de limbo, ya que nadie sabía que pasaba con la mente humana tras morir.
¿Y si el shock era demasiado fuerte y esta no era la misma? Aquella mente podía
creer seguir viva o viviendo cosas en una nebulosa que ni siquiera podemos
imaginar. No quería ni imaginar la desesperación que se debía sentir, al no
poder morir.
Estábamos
en otro lugar, delante del mar, en una playa de arena blanca y brillante. Mi
mujer jugaba con mi hija y las dos reían al saltar por encima de las olas que
se acercaban a la playa. Myrta me explicaba, sentada a mi lado, que tenía una
solución para la incógnita de su descubrimiento.
Podía
lograr que la mente de la persona de quien muriera, pudiera quedar ligada a
otra persona con quien tuviera grandes lazos sentimentales. “El clásico concepto de alma gemela”
dijo. De esta forma la persona que muriera quedaría de alguna forma suspendida
y controlada por la mente de la persona en vida, que podría evitar que esta se
perdiera y vagara sin rumbo. Además podrían comunicarse de alguna forma gracias
a las conexiones neuronales.
Aquel
sueño se volvía muy revelador a la vez que aterrador. Mi corazón latía muy
despacio por miedo a hacer ruido y entorpecer aquellas conversaciones tan
interesantes. El siguiente sueño me hizo comprender la realidad de mi
situación.
Estábamos
en un hospital y un medico nos daba los resultados de unas pruebas médicas.
Cáncer terminal. No pedimos más explicaciones. Al llegar a casa Myrta y yo
hablamos, lloramos y decidimos tomarnos la Píldora de Suspensión. Mi hija, que
estaba allí lo escuchó todo y quiso participar, algo que por supuesto no le
permitimos. Ella contestó cruzando los brazos y frunciendo el ceño: “Yo quiero soñar con papá y mamá, no necesito
ningún invento. Puedo soñar con vosotros porque os quiero” En aquel momento
no supe que me sorprendió más, si la capacidad de una niña de cuatro años de
pensar así, o el hecho de que aceptara que uno de sus padres se marcharía para
siempre.
Cambio
de escena y de lugar, se repetía uno de mis sueños anteriores. Yo en la cama
del hospital, mi mujer llorando y me decía aquellas palabras que ahora entiendo
tan bien. “No estarás solo, siempre
estaremos juntos Maren, aunque no sea físicamente, siempre estaremos juntos.
Estaré a tu lado y te cogeré de la mano. No tengas miedo, se fuerte, porque
esta es nuestra verdad”
Myrta,
tu invento funciona, la mente viaja por nuestros recuerdos, por nuestros
sueños. Sueño con nosotros, con nuestra hija, pero desearía que no hubiera sido
así. Estoy atrapado en el tiempo. No puedo continuar y ahora lo comprendo todo.
Sufro tanto soñando con las sombras de lo que fuimos. Vivir los recuerdos es
todo lo que me queda. Ahora veo una fotografía, nuestras sombras proyectadas en
el suelo. ¿Es esto lo que me espera a partir de ahora? Una sombra.
Pero
aun guardo una pequeña esperanza. No se puede soñar eternamente, ¿verdad?
Entrañablemente extraño, simplemente me llego por eso me gusta
ResponderEliminarMe alegra que te gustará y te llegara mi texto. ¡Una abrazo y gracias por los ánimos!
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